Este ha sido un curso lleno de descubrimientos y de cambios sutiles por fuera, de esos que poco a poco, lo cambian todo por dentro.
Tengo 34 años, y 33 de ellos los pasé pensando que había cosas que simplemente eran así y que no las podíamos cambiar, hasta que en octubre de este año esa creencia dejó de funcionar para mí. Siempre he pensado que el maestro (o los maestros en este caso) aparecen cuando el discípulo está preparado, y así fue.
En mis primeras conversaciones con Eduardo y Marimar, cuando aún no sabíamos si podríamos empezar el curso en ese mes, ya me di cuenta de algo de lo más revelador: desde hacía años (o quizá nunca) había mirado al horizonte, puesto que siempre había vivido observando sólo dos metros por delante de mi. Esa conversación me sirvió para lanzarme definitivamente a esta aventura de empezar las clases, en las que he encontrado a dos grandes profesores y dos grandes compañeras de camino.
Desde el primer día empecé a notar alivio, ya que comencé a eliminar tensiones y dolores en la cabeza y en los ojos.
Para cuando hicimos la primera medición me quedé impresionada de lo que había mejorado la visión de lejos simplemente relajando la mirada con las primeras tablas. En los cuatro meses siguientes he ido mejorando cada vez más cosas: no sólo ver de lejos, también la luz, los contrastes, la conciencia corporal, especialmente del cuello y la cabeza…
A veces, me descubro a mi misma sonriendo porque puedo ver el autobús que cruza cinco, seis o diez calles más abajo. Mirar por la ventana de mi salón es ahora una sucesión de detalles que puedo pasar horas contemplando. Toda ocasión es buena para tomar conciencia de mis ojos y jugar con ellos, cuidarlos.
Creo que gracias a este curso, al fin veo todo con “con buenos ojos”. Echaré de menos los lunes por la tarde que hemos pasado estos meses, pero os recordaré y agradeceré siempre cada vez que mire hacia el horizonte…
T. L.